Viralidad/Inmunidad: dos preguntas para interrogar la crisis
Por Jacques Ranciére y Andrea Inzerillo
Andrea Inzerillo: La pregunta que quisiéramos formular una vez más es: ¿en qué tiempo vivimos? Este tiempo extraordinario parece acentuar con mayor intensidad las temporalidades diferentes que caracterizan nuestras vidas. Gentes que continúan trabajando, saliendo todos los días de sus casas, privilegiados que nos invitan a aprovechar el tiempo que hemos rencontrado, gentes sin hogar… No hay duda alguna de que la crisis acentúa las diferencias que ya constituyen nuestras sociedades. Y al mismo tiempo, podríamos preguntarnos, como lo hacen los optimistas, si los trastornos de este periodo que vivimos pudieran, por el contrario, constituir una oportunidad: algunos dicen que descubrimos una nueva solidaridad (nacional o internacional), que a nuestro lado reconocemos la existencia de héroes, que estamos casi en presencia de una revolución humana y que debemos aprovechar de repensar los tiempos y cambiar todo. ¿Qué piensa usted?
Jacques Rancière: El problema es que, lamentablemente, el confinamiento nos roba el medio para compartir estas temporalidades a no ser por migajas —por ejemplo, las breves confidencias de los pequeños comerciantes que temen menos a la jornada en sus tiendas que al transporte de regreso a los barrios lejanos donde viven. Se aplaude a la hora prevista al personal de sanidad pero no tenemos ningún medio para compartir su cotidiano. El resultado es que el discurso sobre el tiempo es monopolizado por dos tipos de gente: por una parte, los gobernantes que administran la urgencia según conceptos y métodos bien engrasados: crisis a afrontar, seguridad a garantizar, dispersión de aglomeraciones, etc.; por otra, los intelectuales habituados a pensar el fin de la historia o del antropoceno. Estos nos dicen con mucho gusto que la epidemia es la ocasión para repensar todo, para invertir la lógica capitalista, poner lo humano antes que el Capital o devolver a la Tierra o al Planeta los derechos usurpados por los humanos. Nos dicen que, al final de la epidemia, va a ser necesario sacar las conclusiones y cambiar todo. Lo que olvidan decirnos es quién se encargará de “cambiar todo” y cuándo esto pasará. Un tiempo político se teje por prácticas comunes que construyen empleos de tiempo y agendas. Ahora, es eso precisamente lo que falta en las condiciones de confinamiento. No hay medio para construir temporalidades que preparen este “después” del que todo el mundo habla. En consecuencia, los análisis que pretenden responder a la situación presente y preparar el futuro son, de hecho, análisis que estaban bien constituidos desde antes, desde la teoría del estado de excepción y la crítica de la sociedad de control y del totalitarismo del Big Data hasta la necesidad de repensar de arriba abajo las relaciones de lo humano y lo no-humano. Lo que el confinamiento revela más claramente que nunca es esta distribución bien regulada de los roles entre gobernantes que han reducido el tiempo de la política a la urgencia y hecho de esta urgencia su oficio de poca monta, e intelectuales que ubican toda situación en el tiempo multisecular del Capital o del antropoceno sin conocer más que una sola manera eficaz de intervenir, a saber, el “giro” radical de este tiempo. Este cara-a-cara puede durar indefinidamente. El curso de las cosas no cambia jamás sino por la acción de aquellos y aquellas que trabajan el tiempo: aquellos y aquellas que hacen vivir cotidianamente nuestras sociedades dando las respuestas que hay que dar en su momento; aquellos y aquellas que, de tiempo en tiempo, invaden las plazas, las calles o las rotondas para suspender el orden normal de los trabajos y los días e inventar otros usos del tiempo. Todo el resto es impostura.
Andrea Inzerillo: Usted ha trabajado mucho sobre el vínculo entre las palabras y las imágenes. Me pregunto cómo contempla el vocabulario que acompaña el momento histórico que vivimos, qué tipo de representación nos propone el discurso dominante. Los términos de urgencia y de crisis (a los cuales estamos periódicamente subordinados, hasta que los vivamos como términos corrientes) dan una idea del tiempo en la cual nos sentimos cada vez más llamados a la responsabilidad colectiva, y a veces explícitamente a la obediencia, utilizando cada vez más metáforas vinculadas a la guerra e invocando incluso al ejército no para combatir la propagación del virus, sino quizás para imaginar cierta conducta o pedagogía de las masas. Una conducta o una pedagogía que arriesga influenciar el futuro más que el presente.
Jacques Rancière: Perdóneme por jugar en mi turno el rol de quien había analizado de antemano la situación presente. Me parece, a pesar de todo, que esta situación confirma dos cosas que intenté decir hace mucho tiempo. En primer lugar, confirma que, contrariamente a aquellos que denuncian ritualmente el peso de las imágenes sobre los espíritus débiles, estamos ante todo gobernados por palabras y por palabras que tienen efecto sobre los espíritus fuertes, en particular las de crisis y seguridad. Intenté, en El Desacuerdo, definir, bajo el nombre de consenso, esta absorción de la política en la policía que nos hace ver un mundo donde hay una sola realidad, una sola manera de percibirla y nombrarla y, finalmente, una sola respuesta a darle. Reaccioné a esta situación en los años 1990, cuando se ponía en marcha la retórica que nos mostraba la crisis como un abismo que nos amenazaba al más mínimo paso en vez de presentárnosla como el estado endémico de nuestras sociedades que era necesario saber administrar día a día. La crisis económica amenazante se veía así absorbida por una crisis más radical. Se transformaba en una realidad patológica permanente que requería la identificación siempre más fuerte del poder del Estado con la acción de los médicos, únicos capaces de conocer los remedios que se debían aplicar y la manera de administrarlos. Esta medicalización del poder intervenía, de manera significativa, al momento en que los estados reducían los gastos públicos para la salud y la investigación. So pretexto de fin del “Estado-providencia” se veía de hecho operar una sustitución: a los derechos sociales adquiridos y a las solidaridades nacidas de la lucha social se imponía una relación directa de cada individuo a un Estado que pretende garantizar la seguridad de todos. Hay así unos años en donde se puso en marcha esta retórica securitaria que cubre todas las situaciones -crisis financiera, terrorismo, problemas climáticos o epidemias- y que da a todos la misma solución global: el reforzamiento de un poder de estado que cubre sin interrupción toda la cadena de palabras, de decisiones y de acciones que va de la interpretación letrada de las situaciones a la intervención armada en las calles. Es entonces muy cierto que toda la parrilla retórica empleada hoy por nuestros Estados para gestionar la situación pandémica existía ya y se puede decir que esta situación le asegura una eficiencia máxima. Pero es difícil sacar conclusiones para el futuro y ver en la disciplina hoy observada en nuestros países, la anticipación de un control futuro de nuestros cuerpos y de nuestros comportamientos parecido al del trazado informático ejercido por el poder chino. Se siguen ciertamente mejor las consignas oficiales cuando se sabe el riesgo omnipresente e imposible de localizar. Pero he ahí un simple instinto de sobrevivencia que no se identifica con una adhesión a la retórica y a la pedagogía del poder. Hobbes ha dicho lo esencial al respecto: el contrato entre los individuos y el soberano se deshace cuando éste no les asegura más la vida.
Andrea Inzerillo: La pandemia parece reproducir secuencias que habíamos ya visto en ciertos films (pienso en un film como Contagion de Steven Soderbergh, que vi recientemente), pero la utilización de estas imágenes no nos permite reflexionar correctamente el presente, pues ellas no hacen sino duplicarlo. Desde hace algunas semanas asistimos igualmente a una proliferación sin precedentes de productos culturales en Internet, que tendría por objetivo ayudarnos a comprender mejor lo que pasa, pero que parece mostrar más intensamente una concepción de la cultura como acompañamiento y consolación, una manera de no dejarnos percibir un silencio que sería todavía más aterrador. En sus escritos, usted ha frecuentemente mostrado cómo una distancia más grande nos permite observar de manera diferente la situación que se nos presenta. Sin ninguna pretensión didáctica, me preguntaba a qué lecturas o visiones usted se consagra en estos días, lo que usted gustaría evocar no para explicar, sino para abrir el campo demasiado cerrado en el cual nos encontramos.
Jacques Rancière: Es cierto que la situación presente hace eco a una noción que ha sido central para mí, la distancia: no, claramente, la preocupación que nos hace tenernos a distancia de los otros, sino la separación tomada con la posición del intelectual que debe responder a la demanda de la actualidad. La condición para decir cosas justas, es al menos hablar de lo que se ha visto, de lo que se ha estudiado, de lo que se ha reflexionado y de hacerlo con el tono que se ha nutrido de ese mismo trabajo. Es por esto que nunca he podido comprender por qué tantos de nuestros colegas se apresuran demasiado para responder a la demanda periodística de “desencriptar” la actualidad de improviso, de banalizar lo inesperado encerrándolo en una cadena causal que lo vuelve retrospectivamente previsible y de proveer las fórmulas gracias a las cuales la gestión diaria de la información se ve elevada a la altura de una visión de la historia del mundo. Y me sorprendo hoy de ver a tantos de entre ellos explicarnos el sentido histórico, incluso ontológico, de la pandemia mientras que no vemos nada de su realidad y no tenemos conocimiento de lo que pasa más allá de nuestro ambiente inmediato sino por las pantallas de nuestros computadores. Prefiero atenerme a la realidad que vivo, que es la de un tiempo suspendido. De cierta manera, vivo este suspenso en continuidad con la práctica que me ha hecho pasar tantos años en bibliotecas o archivos ocupándome de historias antiguas y olvidadas, aparentemente sin relación con la actualidad: los paseos dominicales de los sansimonianos de los años 1830 o las provocaciones del increíble Joseph Jacotot, proclamando la posibilidad para cada ignorante de aprender todo solo y sin maestro. Estas historias, las proyecté en un presente que no las esperaba, un presente ocupado de saber lo que advenía del proletariado en la época postfordista o cómo la Escuela debía reducir las desigualdades. Las proyecté conservando sus distancias, en sus extrañezas resistentes a las nociones e imágenes por las cuales las máquinas mediática y académica nos componen presentes homologados. Aprehender las cosas de un poco lejos, ayuda a desprenderse de la actitud de maestro y de propietario que quiere adueñarse de cualquier cosa y de cualquier sentido. Es en ese espíritu que vivo este presente radicalmente inesperado. No tengo conocimientos epidemiológicos, tampoco información directa de lo que pasa hoy en los hospitales. Me eximí así de agregar mi “análisis” a todos aquellos que nos explican las causas lejanas, el sentido profundo y los efectos radicales de la situación que vivimos. Simplemente continúo el trabajo que llevaba al momento en que la epidemia me tomó por sorpresa. Desde hace años que intento comprender mejor lo que percibimos bajo el nombre arte y la manera en que arte y vida han sido anudadas desde hace siglos. Acababa de terminar un libro sobre la historia del paisaje. Se me pidió hace poco hablar de dos artes que permanecían al margen de mi investigación, la arquitectura y la música. Ésta había sido la ocasión para volver a sumergirme en diversos capítulos de la Estética de Hegel. Privado de otras bibliotecas que la mía, aproveché mi inmovilidad forzada para retomar de reojo el conjunto del libro y repensar lo que tenía que decirnos sobre la manera con la cual el arte conjuga proximidad y distancia. Por otro lado, como no acabamos nunca por aprender a hablar de manera justa, releo escritos de algunos poetas y poetisas -Mandelstam, Akhmatova, Tsvetaieva-, quienes han encontrado el lenguaje para decir otro desastre del cual han sido testimonios y víctimas, un desastre causado sólo por los humanos, por la pura sed de control y de saber global sobre las vidas. Eso es todo lo que hago. No es una lección para nadie.
Publicado inicialmente el 20 de abril de 2020 en Instituto Francés de Italia https://www.institutfrancais.it/fr/italie/2-jacques-ranciere-andrea-inzerillo
Traducción al español de Gustavo Celedón Bórquez