Sobredeterminación y universalismo: Brasil en el siglo XXI
Gustavo Chataignier
PUC-Rio
Introducción
Hablar del tiempo sin ser historiador, o incluso un especialista -un “temporólogo”, intentando torpemente un neologismo. No es que nuestra posición sea la de un lugar hermético entre las disciplinas, por lo demás bastante dudosa en tanto obedece a un principio identitatario. Ante todo, se trata de un ejercicio de escucha cuyas consecuencias conceptuales nos llevan a una teorización sobre la productividad del azar, situado o en acción. Si, por una parte, esta cuestión de interpretación, que se arroga el derecho a leer su propio tiempo, exige el coraje de tomar posición en medio de la suspensión del sentido, por otra, busca los medios no tanto en el encadenamiento de acciones pasadas como en la irrupción de lo inesperado en el presente. En todo caso, si incluso no llegamos a pasar simplemente del repertorio empírico de los “hechos”, entre comillas, insistimos en dirección a un elemento mal llamado hecho, de manera monolítica.
Brevemente, lo que se plantea como un enclave teórico consiste en fuerzas que se sitúan y cuyo resultado es, por decirlo así, un proceso de diferenciación. Dicho de otra manera, la interrupción de la reproducción social puede en efecto ocurrir localmente, gracias al acontecimiento. He aquí el término que guiará nuestro análisis, forzosamente precario puesto que está exento de toda certeza positiva que no sea la del advenimiento de otra subjetividad. En última instancia, una apertura como esta permite otro agenciamiento, una nueva disposición de actores que se comprometen, incluso aquellos que se han visto expulsados a pesar de todo —he ahí su alcance colectivo o epocal.
Esto dicho, podemos pasar al tema que este escrito nos convoca, a saber, un ensayo de análisis sobre Brasil cuya amplitud tocará, forzosamente, otros estados y otras formaciones sociales. Por un lado, se trata, aquí como allá, de la pandemia del Covid-19. La universalidad de la finitud, por una astucia de la razón, ha hecho que los primeros implicados por el virus hayan sido las clases altas, a propósito de sus vacaciones en Europa, Estados Unidos y otros lugares. Sin embargo, la corrosión de la carne no ocurre sin diferencia —las desigualdades sociales prontamente son desveladas. Mientras que los ricos y privilegiados tienen el beneficio del teletrabajo y los servicios de delivery a través de aplicaciones, los desamparados deben salir de sus hogares pues, sin extrañar, deben volver con algo para comer. El resultado general de todo esto es la acumulación de cuerpos, apilados, en los hospitales públicos; por otro lado, hacemos frente al auge de la extrema derecha, fenómeno cuya amplitud planetaria interpela a la resistencia de la gente y demanda un esfuerzo conceptual. Este plano de fondo sobredetermina el campo sanitario y altera sus coordenadas. Y esto será el objeto de los desarrollos que siguen —la triste dialéctica entre la pandemia y el pandemónium. La política como eliminación del otro se expne sin complejos bajo la forma de la necropolítica.
Historia y acontecimiento: dos ritmos de la universalización
Veremos al menos dos regímenes de universalidad operando, estando dadas la composibilidad de verdades y su régimen a la vez de apropiación productiva y de exclusión formativa. Mientras que la comprensión de la apropiación como producción de efectos a partir de una fuerza dominante puede mostrarse más inmediata, lo que acabamos de llamar exclusión formativa se verifica menos evidente. En términos materialistas, una inclusión es siempre, es decir, al mismo tiempo, su contrario —una exclusión. Una dirección tomada es una diferencia en relación a lo que está puesto a un lado o a distancia. Un nomadismo como éste es productor de diferencias, instaurador de distancias cuyas variaciones establecen las pertenencias y las destinaciones. La alienación o separación de una realidad impone no la ausencia de realidad, sino el encaminamiento en y hacia otra realidad.
Según Balibar, “…la enunciación de lo universal no es tanto un factor de unificación de los seres humanos como el conflicto entre ellos y con ellos mismos. Digamos que no une sino dividiendo”. Incluir algo es ya un encuadre. Para decirlo con Mallarmé, leer es siempre, ya, elegir, es decir, partir de alguna parte hacia otra parte, dejando partes aparte. La apropiación es, o puede ser, una expropiación.
El primer régimen de universalidad que quisiéramos mencionar es el capitalismo. Su carácter ineludible, no como destino de una historia finalmente terminada en nuestras pseudo-democracias, sino como organización social expandida y eficaz, se esfuerza en borrar o, mejor, en consumir todo afuera, toda alteridad; en términos más “clásicos”, los intercambios monetarios, pero también simbólicos, necesitan del consumo o de la confirmación del otro. La solidaridad adorniana con la metafísica, aun después de su caída, constataba que la economía se ha transformado en su propia cultura. En la lectura hecha por, digamos, este “último” Balibar, la enunciación del universal se hace a plena luz del día, en oposición al “despegue de la lechuza de Minerva” hegeliano y la recuperación reflexiva del concepto. Lo que vivimos no es sino la historia congelada: “… el performativo o el optativo son sordamente sobredeterminados por el constatativo”. El universal ya dicho no deja ningún espacio al virtual.
El segundo régimen en verdad no se ciñe a una definición unitaria. Uno no va sin el otro, al menos para este escrito. Por otra parte, esta definición está en deuda con el primer régimen. La figura teórica más apropiada sería la de una “independencia relativa” —o, para detallar un poco más, una independencia de derecho, no todavía de hecho. Brevemente, si hay autonomía, esto no es sino a posteriori, luego de un buen, y renovado, combate. Su conexión viene, primeramente, de una oposición al régimen hegemónico que la determina. Esta cohesión es lo que resiste, tanto con anterioridad a los encuentros, como de manera interna en tanto posibilidad de crisis o incluso de horizonte utópico. Cuando se privilegia la negatividad irreductible, incluso en el seno del capitalismo contemporáneo y sus controles de afectos, se lee el presenta por una imagen atravesada por la alteridad —aunque su actualización se debe, en última instancia, a lo político, o más bien a una política acontecimiental. LA cuestión se vuelve compleja en la medida en que formas de dominación anteriores al capitalismo son modificadas y reforzadas por el principio de mercantilización. Pensemos, por ejemplo, en cuestiones de tipo étnicas. Ni siquiera la alteridad puede resistir. Se podría decir que hemos salido del estadio moral y que hemos pasado al estadio del espectáculo. En un mundo sin idea, o reemplazada por el positivismo vulgar o la creencia teológica, la espectacularización de la moral retrograda es el Frankenstein que corroe el sentido común e impide la formación de un mínimo de consenso público, para la suerte y alegría del fascismo. He aquí la forma presente del silogismo de la amargura.
Presentación de un presente sin fisuras —de la ideología.
Ahora, nos inclinaremos hacia una imbricación entre economía y cultura, no tanto del lado de un naturalismo del resto perdido, sino más bien cuestión de seguir los pasos, de reconstituir las operaciones de producción de ña subjetividad contemporánea. Aunque, en Marx, la determinación social no borra la determinación natural[1]. Se trata de hecho de una relectura del concepto de ideología, cuya eficacia produce un sinnúmero de “ilusiones objetivas”. A la base, La ideología alemana, que había ya franqueado el paso identificando la práctica con la producción, extiende la concepción dialéctica de una historia natural y de una naturaleza histórica a las formas de la conciencia —esta última siendo desde entonces considerada como “producción de conciencia”. Así, Marx introduce en filosofía el concepto de “ideología”, invitando a la filosofía a mirarse en el “espejo de la práctica”. Que se evoque a Derrida y la idea según la cual no hay “fuera del texto”.
Conclusión: la ocurrencia de lo extremo
Walter Benjamin, en su libro póstumo sobre París y el siglo XIX, postulaba, contra la catástrofe nazi y la idea de progreso, que la política prima sobre la historia. Si esto es verdad, debemos rápido agregar un sentido de afirmación. Pues apelamos frecuentemente a otra cita del pensador melancólico. Esta: todo régimen fascista surge de una revolución no realizada. Si esta divisa se presta a verificación histórica, y entonces contribuye a la elucidación del pasado, completarla con aquella del primado de la política no puede sino hacerla más potente. En términos más concretos y situados en el tiempo, la izquierda brasileña (o mejor, lo que de ella queda) simularía ingenuidad si toda la falta que concierne al inmovilismo del momento actual recayera en los últimos gobiernos progresistas. Ciertamente, la crítica sobre la falta de radicalidad una vez en el poder es siempre pertinente. La coalición nacional ha sido el modus operandis escogido por Lula (2003-2011) y por Roussef (2011-2016), lo cual no es ya posible; el giro a los extremos ha sido el giro de la derecha, actualizado en las elecciones. Testimonian algunas intervenciones recientes del ex-presidente Lula, felizmente y por otra parte ya liberado: no criticar lo suficiente a las fuerzas que lo encarcelaron, promover alianzas dudosas, etc. Pero, en relación a la estrategia, no ubicarse a la izquierda de la izquierda. Hay razones para preguntarse si sus motivaciones superan el cuadro de temor personal, tomando en cuenta su situación.
No obstante, el asunto viene quizás de más lejos, no como esencia, sino debido al proceso traumático de redemocratización padecido por Brasil, a partir de 1979. Aun cuando hayamos tenido elecciones directas solo en 1989, una década después, ¡aunque sea!, la ley de amnistía, promulgada aquel año, perdonó todo, sin restricción. En filosofía, pero también en derecho, sin juicio. Las consecuencias a mediano plazo (tras un periodo entre treinta y cuarenta años) han sido las más nefastas para todo tipo de proyecto país. El cambio por la vía prusiana jamás condenó los crímenes perpetrados por el Estado. LA constitución de una “Comisión de Verdad”, formada por siete miembros instituidos por la presidenta Dilma Roussef en 2012, para denunciar los crímenes contra la humanidad, no ha alcanzado lamentablemente los resultados esperados —su efectividad, a través de una maniobra de la historia, ha sido casi nula, en desmedro del coraje y el duro trabajo de sus miembros. A pesar de su fuerza simbólica y el diálogo establecido con otras comisiones latinoamericanas, sus acciones se han visto bloqueadas y su peso político vaciado de poder efectivo. Los momentos decisivos ocurrieron (o al menos se volvieron visibles) durante el discurso del impeachment de Roussef. Entremedio de una ola de declaraciones de amor a la patria contra el asedio del comunismo, un diputado del Estado de Río de Janeiro, conocido por su admiración del periodo militar (1964-85) y, no obstante, sin ninguna expresión nacional visible, elogió a uno de los más grandes verdugos. Y nada le pasó. La vía simbólica estaba lista para este trágico vuelco, el futuro cerrado se dibujaba. Se trataba del actual presidente, como pueden suponerlo. Claro, no habría sido más que una fantasía o un wishfull thinking o la afirmación de un mito fundador soñar con su arresto. Sin embargo, llama la atención, por ejemplo, en una de sus intervenciones públicas, durante una entrevista en la cadena Banderaintes, en 1999. Desde entonces, esto es, desde siempre, su voluntad explicita ha sido cerrar el congreso y eliminar a los adversarios. Ahí, se podría haber hecho algo —entre 1979 (quizás 1989, a propósito de las elecciones) y el 2016 (un poco antes, el 2013, cuando aún había fuerzas), con el advenimiento del usurpador Michel Temer. Pero todo esto demandaría otro estudio, serio y minucioso, en toda regla. En definitiva, en el 2016 estábamos ya sin salida.
Las elites dirigentes y financieras, los votos de las clases medias, entonces idénticas a sus propias caricaturas de gente temerosa frente a un militante de izquierda, y el moralismo pentecostal popular (pues los que votaron por los trabajadores son los mismos que estuvieron con lo que hay ahora): esta suma permitió que Brasil recayera en un nueva forma de dictadura, quizás más eficaz pues está desprovista del ejercito y basada en la persuasión de las fake news, reforzadas en los cultos pentecostales. En suma, los liberales, herederos de la esclavitud, no pudieron más, y eligieron la fuerza. El reciente estudio de Diogo Sardinha, en “La tiranía de los poderes cómplices”, habla del odio padecido por el partido de los trabajadores en Brasil (en verdad, a través de una astucia de la razón, por toda la izquierda), inversamente proporcional a los logros adquiridos en este periodo. En términos de diferencias antropológicas, los pobres, desamparados y en situación de precariedad vieron mejoras significativas en sus vidas. Otro término que nos parece pertinente es el de “resentimiento de clase”.
Para concluir, es necesario confesar no tener respuesta. Es necesario tener el coraje para afirmar la propia derrota. En lo que respecta a la humanidad luego del confinamiento, aunque, en verdad, la humanidad no existe. No es más que misticismo imaginar una suerte de solidaridad adquirida automáticamente. Una suerte de defensa imaginaria subjetiva frente a la invasión de lo real. Los esfuerzos públicos responden más bien a una verdadera política de guerra que a una torsión común. Pues el capitalismo no terminará por su propia (buena) voluntad. Sin embargo, si esto llega a durar, esto es, los actos de verdadera solidaridad de quienes no se encuentran, entonces sería otra historia. Yo lo dudo, lamentablemente. Solo aprovecho para elogiar la interpretación de Alain Badiou, la más lúcida sobre nuestros días, hasta ahora. En cuanto a las expresiones progresistas (partidos y movimientos sociales) en Brasil, la apuesta está en el extremo. Las instituciones no han querido impedir lo peor, confirmando el viejo y sin embargo siempre actual diagnóstico de Marx, según el cual el Estado es un estado de clase. Mientras esto agoniza, apostamos por la educación, por la construcción de un espacio colectivo de solidaridad y resistencia que permita reconocer el acontecimiento. El lugar vacío de la verdad está ahí. El universal, es aquí y ahora —es decir, esto sería más bien el comienzo de una universalización (un devenir menor, si se quiere). Pues no hay esperanza sino para los desesperados, murmuraba Benjamin.
Traducción de Gustavo Celedón
[1] Bensaïd, Daniel (1999). Marx o intempestivo. Río de Janeiro: Civilizaçao brasileira, p. 490-91.
Otras referencias:
Balibar, Étienne (2016). Les universels. Paris: Galilée.
Renault, Emmanuel (1995). Marx et l’idée de critique. Paris : PUF.
Vadée, Michel (1998). Marx, penseur du possible. Paris : L’Harmattan.