Escribir el desastre. Del jabón al cajón, del aula virtual intubada al fracaso feliz
Elisabeth Simbürger
Universidad de Valparaíso, Chile
Mi lucha como académica se hace en parte escribiendo. Trabajo en torno a epistemología feminista y crítica, demostrando los puntos ciegos en la sociología y en la universidad (Undurraga y Simbürger, 2018), las aspiraciones críticas de académicos, su aterrizaje fraudulento en la vida diaria de la universidad y los discursos neoliberales en educación que subyacen a todo. Es lo que he analizado siempre en artículos y capítulos de libros. Pero con la catástrofe todo cambia. ¿Cómo escribir durante la catástrofe? ¿Cómo escribir el desastre? Y más aún desde la casa con los niños.
Esta es la segunda parte de mi auto-etnografía sobre la universidad del desastre, trabajo académico y de género a partir de mi diario íntimo covid-19, observaciones en redes sociales y en el canal público de correos de mi universidad.[2]
Para Paul Virilio el concepto de la universidad del desastre tiene un doble sentido. Por un lado, argumenta que la universidad es una representación del desastre en tiempos de un capitalismo acelerado. Por el otro lado, y a la luz del cambio climático –como un ejemplo de un desastre global– la universidad tendría el deber de estudiar la sobre-velocidad, la eficiencia, la tele-vigilancia y simultaneidad de emociones como resultado de un capitalismo desbordado, del cual forma parte al mismo tiempo (Virilio, 2007).
En la universidad del desastre sigue presente la madre soltera –tele-trabajadora académica, nana, madre, docente de básica de su hijo de ocho años y asistente de párvula de su hijo de tres años. En algún tiempo lejano ella también era una persona. No hay mascotas. Solo hay más ropa socia, una creciente montaña rusa de todo tipo de objetos, pañales llenos y estómagos vacíos que siempre quieren comida, once, colación. Finalmente, hay un deterioro rápido del estado de salud mental de la actriz principal de esta trama.
A pesar de mi creciente cansancio, soy una privilegiada en la cadena de cuidados. Tengo trabajo estable, tenemos techo y comida junto a mis dos hijos. Las cosas se ponen en relación pero no vamos a olvidar, ni hoy ni nunca, que la carga principal de trabajo durante la pandemia a nivel mundial la llevan las mujeres. Y vamos a luchar. Yo por ahora escribiendo.
Escribir el desastre: poéticas del fracaso
Para Maurice Blanchot, el lenguaje ordinario y la práctica dialéctica de análisis no son herramientas útiles para la escritura del desastre. Solo a través de la escritura fragmentaria y acrobática que se aleja de cualquier objetivo de querer ilustrar el desastre en su totalidad, podemos acercarnos a la esencia del desastre (Blanchot, 2015/1980). Resumiendo el argumento de Blanchot, Chun dice que el “[…] acceso al mundo está prohibido para el lenguaje del mundo, ya que aquél escapa al egipticismo del concepto; sin embargo, parece imposible ingresar de otro modo, volviéndose necesario pensar un no-acceso, un diferir infinito de la comunicación, que se separa del silencio y se vuelve literatura” (Chun, 2019:174). En consecuencia, la literatura y la poesía toman un papel insustituible en esta maniobra pues son ellas las que a través de sus elementos de ficción rompen con la lógica de representar la realidad. Y es este paso de Verfremdung en el sentido de Brecht que finalmente se logra un verdadero acercamiento al desastre a pesar de que siempre termina siendo un acercamiento necesariamente inconcluso por la naturaleza del desastre:
“[…] aquí se reconoce el <salto> que es la literatura. Disponemos de un lenguaje común y éste hace disponible lo real, dice las cosas, nos las da apartándolas, y él mismo desaparece en este uso, siempre nulo e inaparente. Pero, al convertirse en lenguaje de <ficción>, éste se vuelve fuera de uso, inusitado; y, sin duda, lo que designa creemos recibirlo todavía como en la vida corriente, e incluso más fácilmente, […] a condición de que se haya derrumbado primero el mundo en donde sólo nos es dado usar las cosas, a condición de que las cosas se hayan alejado infinitamente de sí mismas y hayan vuelto a ser la indisponible lejanía de la imagen; a condición, también, de que ya no sea yo mismo y de que ya no pueda decir yo” (Blanchot 1969b: 233 citado en Chun, 2012: 171).
Desde El Decamerón de Giovanni Boccaccio hasta La Peste de Albert Camus, el desastre es un tema recurrente en la historia de la literatura. Uno de los registros más frecuentes durante catástrofes es el diario íntimo, sea la catástrofe personal como en el caso de Teresa Wilms Montt (1922), el Diario de muerte de Enrique Lihn (1989) y Veneno de escorpio azul. Diario de vida y de muerte de Gonzalo Millán (2007) durante sus enfermedades de cáncer o el Diario de la peste en Londres de Daniel Defoe como un ejemplo de una macro-catástrofe (Defoe, 2020), comparable al desastre actual del covid-19.
ESTE es mi diario.
En sus páginas se esponja la ancha flor de la muerte diluyéndose en savia ultraterrena y abre el loto del amor, con la magia de una extraña pupila clara, frente a los horizontes.
Es mi diario. Soy yo desconcertantemente desnuda, rebelde contra todo lo establecido, grande entre lo pequeño, pequeña ante el infinito….
Soy yo…
TERESA DE LA +
(Teresa Wilms Montt, 1922: 17)
Sin duda, la catástrofe del encierro forzado en un convento de monjas en 1915 por la propia familia de una mujer literata y talentosa como era la viñamarina Teresa Wilms Montt, era mucho más que una catástrofe personal: significaba el encierro forzado de toda mujer pensante y sensual de la época que articulaba su resistencia diariamente en papel, el único lugar que le había quedado.
En Chile, históricamente el Diario íntimo ha ocupado un lugar especial (Morales, 2014). Hoy, durante la pandemia no es coincidencia que volvemos al Diario íntimo. Que busquemos lo poco que nos queda de sensación en palabras que no son las mismas que las palabras de las noticias y de los correos electrónicos del trabajo.
De día escribo sentada en el escritorio o en mi cama rodeada por juguetes y el ruido de mis hijos en cuarentena. También sufren porque no pueden ir al colegio y al jardín, no podemos salir a jugar. Sufren con mis gritos y que tengo que trabajar y no puedo mientras ellos juegan a los vaqueros. Escribo correos, diseño tareas y planes de evaluación, corrijo la bibliografía para una publicación, preparo la próxima clase online, grabo para YouTube, subo todo al aula virtual, una reunión zoom de la universidad, leo el material para una sesión del comité de jerarquización de nuestra Facultad. Me escribe una colega por una charla. Y los niños siempre entre todo y arriba mío y nuestros cuerpos, el hambre y las necesidades del día en el medio. Lavar las compras con agua y cloro y no tocar nada. Lo único que quiero hacer es anotar algo en mi diario covid-19 y leer más poesía. Y lo hago, entre medio de todo. El diario es mi rebeldía tal como lo era para Teresa Wilms Montt y tantas otras mujeres. Y lo cuido como a nada más. No puedo decir que tengo una pieza para mí misma en el estilo de Virginia Woolf. Me queda solo un rincón que está cubierto con juguetes y allí escribo con mi notebook. Pero la rebeldía será lo último que se me va a ir.
Este fragmento etnográfico sobre el desastre parte de mi diario íntimo. Se transforma en mi único refugio y anhelo que me alimenta para seguir en el encierro. Es mi monólogo interno y mi diálogo con el mundo, mi motor. Es sentir que a pesar de todo sigo viva.
25 de Junio 2020:
# poesía # sociología #escribir la muerte
En todo este tiempo la poesía ha sido mi refugio, con los brazos abiertos. Y con cada abrazo, con cada ternura dentro de la catástrofe me quedo con más letras para mi liberación del tecnicismo académico. Así bien armada y vestida escribo ahora en contra y para la sociología. Pues la muerte, la catástrofe y el hambre que la acompaña no se pueden expresar en puros números. 8765 muertos al día 25 de Junio de 2020, los intubados en el hospital, los que perdieron su trabajo: todos ellos tienen hijos y nietos que son nuestros estudiantes en el aula virtual que queda negra para siempre y que nos hace temblar más aún a nosotras, las tele-trabajadoras y madres de este mundo con las ollas sucias, los niños y pañales, con las pantallas y la multitud de objetos que vuelan por la atmósfera diaria y virtual simultáneamente.
Repite con Blanchot: El desastre no se puede describir, se escribe solo. Nuestro lenguaje ordinario y del mundo no nos permite un acercamiento analítico al desastre (2015/1980). La clave consiste en sacar los verdaderos libros, en redescubrir el paisaje poético y en quemar todo lo hermético que nos quita la vista a lo que tanto queremos analizar sociológicamente. Si pensamos la sociología con Blanchot, eso significa un giro importante y una vuelta a los orígenes interdisciplinarios de la sociología en el sentido de Auguste Comte. Una sociología que intenta ser poética para llegar a un público más amplio (Agger, 2007; Watson, 2016) y que practica la escucha (Back, 2007) no solo será una sociología más estética que puede ser leída por un público más amplio. En el caso de la escritura del desastre el argumento fundamental es que solo a través de un lenguaje más ficticio y con elementos poéticos que distorsionan la realidad hasta quedar a prima facie irreconocible, podemos capturar analíticamente una gama del desastre que se nos escapa completamente si seguimos con nuestro vocabulario hermético y escritura impermeable como suele ser el gold standard en la orbis académica. De esta manera, el uso de lo poético en la sociología deja de lado un plano plenamente decorativo y estético y se transforma en el sine qua non, el requisito irrenunciable para escribir el desastre. Es decir, en la literatura y la poesía está el punto de giro hacía una sociología que está a la altura de la vocación de su propia disciplina y sobre todo, a la altura del desastre. Eso es un punto sin retorno.
A mí me salva el poeta que viene a tomar el té conmigo. Mi ofrenda son té y galletas caseras que comemos en la casa calientita mientras llueve el tercer día consecutivo. Su ofrenda son su lectura y el timbre de su voz. Qué rico es poder recibir visitas en plena cuarentena total y nadie se entera. El permiso de poeta es la solución, poeta-ría virtual es la dirección. Los niños se quedan felices con el sonido de algunas palabras y el performance teatral de nuestra visita. Se comió todas las galletas, dice mi hijo menor. Yo veía sus huesos mamá, dice el mayor. Una celebración mórbida que calienta el alma, a pesar de todo y hasta al final. Algo sólido queda de todo eso que no se desvanece en el aire y me lo llevo para mi cuaderno. Sintetiza los gritos de los vagabundos que escucho desde mi patio de noche, el olor de casas húmedas y podridas con refrigeradores vacíos en los cerros de Valparaíso y Viña del Mar y trabajadores enfermos siguiendo con su rutina diaria de trabajo hasta que la bolsa se selle.
Epílogo
Vivo de vez en cuando, generalmente espero
Que pase ese tranvía,
Que mayo sea Julio,
Que el enfermo regrese de la Clínica,
Que vaya apareciendo mi esqueleto.
(Enrique Lihn, 2018/1955: 22, de “Poemas de este tiempo y de otro”)
Después de la hora del té, el poeta se devuelve – con el dedo más gordo, claro está tras tantas galletas – a su lugar para aparecer de nuevo. La estadística covid-19 se actualiza en tres días más.
Para recordarlo bien. No soy periodista. Y menos poeta, por falta de talento. Me queda la sociología. No es el peor de todos los escenarios. Es lo que he hecho los últimos 25 años de mi vida, desde que entré a estudiar Sociología en la Universidad de Viena.
Lo que se llama triangulación de datos en el estilo técnico de las ciencias sociales, conectando distintas fuentes de datos empíricos y teóricos (Mason, 2017), está presente en esta investigación auto-etnográfica (Denzin, 2017), conectando mi diario íntimo sobre el covid-19 y la vida universitaria con otras fuentes como conversaciones con colegas y amigos, observaciones en línea sobre covid-19 y el mundo académico con distintas fuentes teóricas y literarias. La muerte está en todos lados. También en las canciones.
Escribir para y contra el desastre: Quemando el éxito.
Si voy al abismo, lo quiero hacer sin frases herméticas de una investigación que no tiene ni tono y tampoco tacto. Prefiero fracasar con el Excel y con el registro de horas, con la postulación de fondos de investigación a Conicyt, con el artículo indexado cuya escritura paraliza mi cerebro. O como dice Nicanor Parra: “Vamos directamente al abismo como la mariposa a la luz” (Parra, 2006).
Seré un fracaso feliz. Que me lleve la mariposa de la noche.
Martes, 28 de Abríl 2020:
#aislamiento #zoom-borg #universidad del desastre #escribir #fracaso
La gente se siente aislada por el covid-19. No es mi caso. El aislamiento es un mito. Tengo ruido todo el rato. Los niños 24 hrs del día. Mi sueño es poder trabajar tres días en soledad completa, sin ver a gente en zoom y tampoco físicamente. No quiero ver a nadie. Quiero estar sola. Es lo único que quiero. Estar en silencio y poder trabajar y escribir. Estoy aislada de mí misma. Nunca me he sentido más lejos de mí que en esta cuarentena cuando me tuve que transformar en una máquina. Soy el ciborg de Donna Haraway, el zoom-borg, pero en la versión sucia. Con imágenes borrosas, ruido en off, montañas de ropa en la esquina. La máquina fracasada. Efecto de mi género. Pero no pido disculpas.
Tantos años había hecho investigación crítica sobre educación superior que la ruina universitaria no es ninguna novedad para mí. Pero sentir el fracaso de la universidad como institución en tu cuerpo y tus emociones es otro nivel de acontecimiento. Y así era que en un momento tomé la decisión de parar. Hasta aquí hemos llegado.
Fuimos exitosos con nuestros artículos indexados en revistas internacionales y ganamos fondos de investigación. Pero casi siempre faltaba el cuerpo de resonancia. No quiero más escritura pre-formateada en artículos WOS, Scopus. El éxito trae la pérdida total de la universidad consigo. Fracasar ya es más atractivo. Con mi fracaso al menos me llevo algo de pasión en el corazón – la poesía, la literatura. Me abrigo con ellas. Protectoras de pantalla deben ser. Obligatorias en todas las universidades hasta que el relámpago nos separe de la red eléctrica. Escribiendo en estas otras letras se expresa y se piensa tanto mejor.
Me libero del auto-pilot. Borro todo, hasta mi CV. Tengo el privilegio de poder hacerlo. Soy de planta. Empiezo a abrazar el fracaso, mi nuevo Ohm. Ya no quiero ser exitosa. Quiero ser una fracasada pero libre y pensante. La escritura verdadera protege mi alma. La moral personal de sobrevivencia nos manda llevar el último poema delicioso y ardiente al infierno y no el Excel.
Este despertar ya viene de antes de la pandemia. A partir del 18 de Octubre despertamos. En los meses siguientes muchos hemos comentado cómo también sentíamos un despertar en otras dimensiones de la vida, cuestionando la calidad de las relaciones sociales, en algunas amistades, en la relación de pareja, con la familia y con los hijos. Mi despertar lejos, más profundo desde este entonces, ha sido mi cuestionamiento del modus operandi de las universidades. Desde antes yo criticaba los formatos de trabajo y he pasado una gran parte de mi breve carrera académica haciendo investigación crítica sobre el neoliberalismo en educación superior (cf. Simbürger y Guzmán, 2019; Simbürger y Donoso, 2018; Simbürger y Neary, 2016). Sin embargo, hacía esta misma crítica en formatos de artículos indexados, con resumen y cinco palabras clave. Acúsenme de inconsistencia. Estaba amarrada con las esposas de los incentivos económicos del sistema, con los requisitos para poder ganarme proyectos de investigación, con los requisitos para jerarquizarme a un nivel superior en la carrera académica. Pero ya está. Ya soy profesora titular y a la vez siento que no he logrado nada todavía, desconectada de mi propia voz. En los textos tecnócratas que escribí no hay ni un movimiento de piel, nada de calor, ninguna emoción, expresión de lo que Carlos Ossa llama la “precarización de la creatividad” (2016). La pandemia con lo absurdo de la universidad del desastre en pantalla era la última gota que hizo rebalsar el vaso para mí.
Para Sartre casi hay una necesidad de liberarse del éxito en cuanto que es el fracaso lo que nos permitiría un acercamiento a un lado más poético y absoluto. Lo que a primera vista parece ser un fracaso, trae frutos de reflexión que solo el enterrarse en la negatividad permite. “Si [el fracaso] es amado y reconocido a la vez, es Poesía […], amor de lo imposible. El hombre auténtico no puede hacer que no sea por algún lado poético […] La poesía salva el fracaso en tanto que tal, persuade al hombre que hay un absoluto. Ese absoluto es el hombre” (Sartre 1983: 42 y 46). Si bien Sartre no tenía mucho que ver con la poesía – negligencia de la cual se arrepiente hacía el final de su vida (Bellocq, 2019) – nos quedamos con su abrazo negro y total del fracaso. Es justamente la negatividad que nos permite una mirada más allá de lo posible. Sartre se quedó con la prosa pero reconoce que la poesía también puede servir como “[…] herramienta crítica que refleje al hombre y a la sociedad en su libertad y en su esencia contradictoria, y hasta dónde un poeta puede “comprometerse” o no. La clave radicará, arriesgo, en el equilibrio de negatividad o positividad que pueda haber en la poesía, o lo que en este caso es lo mismo, la dosis de triunfo o fracaso” (Bellocq, 2019:48). Dicha poética se da de tal modo que cuando ya no se muestre la determinación de querer superar las máquinas de la cuarentena con sus pantallas, lucen nuevas conexiones de neuronas previamente imposibles. Ceder al desastre – al menos parcialmente – y admitir la posibilidad del fracaso como punto de partida para el crecimiento de flores negras. Algo es algo.
Empecé a trabajar con mis estudiantes del curso de etnografía hacia una sociología más sensible, utilizando la literatura y poesía. Ellos también sienten el despertar en sus trabajos auto-etnográficos sobre la pandemia. Varios me comentaron que poder escribir de manera más reflexiva les permitió volver a sentirse a sí mismos. Eso sí me da fe. López habla de la escritura como herramienta pedagógica para cuidar de sí y del otro: “Creo firmemente en que por medio de la escritura podemos inventarnos a nosotros mismos, y que esta autopoiesis es una labor que se trasladará, naturalmente, a la vida comunitaria. En otros términos, la escritura concebida como cuidado de sí permitirá recuperar la voz propia y la voz de todos; narrarnos (decirnos) y narrar nuestras posibilidades para hacerlas dignas y plenas y, desde estas, afianzar nuestro ser en el mundo” (López, 2015: 237). Y así lo vivimos todos juntos, estudiantes y profesora, algunos más que otros pero se notaba que algo había cambiado. La escritura concebida como cuidado de sí mismo y de los demás.
Lunes 22 de Junio 2020:
#Fondecyt Regular #liberación #escritura
Hace ya una semana tomé la decisión de que no voy a postular a Fondecyt Regular. No puedo ahora y no hace ningún sentido. Se acabó.
Cuánto me costó tomar esta decisión que me voy a sacar del mercado para decirlo así y que no voy a seguir con mi postulación al Fondecyt Regular. Hubiera sido interesante, sin duda. Sobre los mismos temas que estoy escribiendo en este libro, la muerte silenciosa de la sociología y la necesaria renovación de formatos de escritura y de expresión. ¿Pero cómo armar una postulación en medio de la catástrofe con los niños, con el LEGO, las lentejas, el piso mojado, las compras, la desinfección de la compra, el permiso, la falla de internet y con el cansancio de ya 15 semanas de cuarentena en los huesos? Imposible.
Al inicio me sentía muy culpable. Pensé que lo voy a lograr igual. Pregunté a mi directora y me dijo que no tengo ninguna obligación de postular. Aun así me costó muchísimo. ¿Cómo no voy a poder participar? Capaz que lo logro igual. Siempre he podido.
Maldita ética de la auto-explotación. Me críe así. Que se puede, que se logra, con disciplina. Allegro assaí de Rachmaninov y quizás un poco de Rage against the Machine como postre. Y ya se envía mi correo a los co-investigadores, avisando sobre mis razones por las cuales no puedo seguir con la postulación en este concurso de Fondecyt Regular. Siento que capaz que nos muramos todos. ¿Voy a postular a un proyecto de investigación hasta mis últimos días? ¿Para qué? Mejor volver a escribir.
Mientras escribo, escucho Riders in the storm. Nada se acaba. Viene más duro aún, fuera de nuestra imaginación.
No escribir nada: Del jabón al cajón
Está cada vez más cerca el bicho. Con frecuencia vemos obituarios y condolencias en la red pública de correos de mi universidad. Antes era una vez en la semana, ahora casi diariamente. En primer lugar familiares de la generación mayor de académicos y funcionarios de mi universidad.
Los zoom-istas siguen estrenando sus webinars. Sobre los impactos del covid-19, los algoritmos, no hay tema que no se discute. El zoom es el nuevo WOS, el congreso, el paper. ¿Cuantos zoom y live-streams organizaste? El cansancio de las pantallas se intensifica mientras la pandemia avanza. Lo absurdo de estar en pantallas compartidas, viendo la intimidad de los demás, no tiene límite. Empieza la orgía. Presionan botones, diseñan afiches para sus webinars, uno tras otro. Todo distribuido en redes sociales, no solo en un país, en mínimo cinco en el caso ideal. Aristocracia académica obliga. Te invitamos al webinar covid-19, conéctate con zoom, lávate bien las manos, con harto jabón, frótalas bien por mínimo quince segundos. Estaremos allí. Se viene mucha espuma, las bocas llenas de espuma, unas risas y caras de seriedad grotesca. Burbujas llenas de cosas que no sabemos qué son. El desastre, poh. Estamos hablando del desastre. Y nos lavamos bien las manos, todos juntos y las bocas también en nuestra gran orgía en medio del desastre. Alguien saca un pantallazo de las 20 caras – más que eso no cabe en una página zoom – para difundirlo otra vez en redes sociales.
EL JABÓN
Coligny, 6 de julio de 1943.
TEMA (seco y modesto en su jabonera) Y VARIACIONES (voluminosas y nacaradas) sobre
EL JABÓN (seguido de un párrafo de aclarado con agua sola).
Para el aseo intelectual, un pequeño trozo de jabón,
bien manejado, basta. Donde torrentes de agua simple no limpiarían nada.
Ni el silencio, ni tu suicidio en la más negra fuente,
joven absoluto.
(Francis Ponge, El Jabón, 1977)
Y después estamos todos limpios de todo, no queda jabón en ninguna parte del cuerpo. Nos acostamos tranquilos, sabiendo que nuestras burbujas de limpieza no van a contagiar a nadie. Todos en sus casitas y el resto en la calle o en sus casas húmedas y vacías, llenas de vida real: covid-19, here we go!
Lunes, 8 de Junio de 2020:
Ya llevamos 12 semanas de cuarentena. Hoy empezamos la semana 13. Estamos entrando a otra etapa. El virus llega cada vez más cerca. Desde el sábado un amigo está con síntomas. Le duele el pecho. Ya no es algo abstracto. Conocemos ahora a gente querida que lo tiene y a algunos que acaban de morir.
Uno de los estudiantes del Doctorado está enfermo con covid-19. El tío de otra estudiante falleció el día anterior: “Murió el 4 de junio por coronavirus y cada quién de la familia viviendo su dolor por separado en este tiempo distópico. La imposibilidad de vivir el rito fúnebre que socializa la pérdida es muy difícil. No poder acompañar a quienes más sienten, distribuir el dolor en los abrazos y suspender el tiempo cotidiano para tomar aire entre todes y continuar, es un vacío que desborda. Sumado a esto quienes deben cumplir con el trámite en el hospital y la funeraria se enfrentan al colapso de un sistema que tiene lista de espera en los crematorios de aproximadamente 10 días. Un necroteatro orquestado por la institucionalidad de este país” [Artés, 2020].
Un colega dice que no se siente muy bien y que le duele el pecho. Otra estudiante dice que estamos viviendo un desborde emocional colectivo. Ahora estamos en una situación de emergencia. Varios estudiantes ni pueden pagar la cuenta de luz y agua. El hambre ya no es algo lejano de la población. Hay funcionarios y estudiantes que sufren.
En la tarde me acosté. Mucho cansancio y me dolía la garganta. Pero creo que no es nada. No pude trabajar mucho. A veces el agotamiento es demasiado.
Y después los niños. De noche se activan. Pusieron música y empezaron a bailar. Todo entretenido. Yo también participo. Pero después me canso porque sacaron el colchón de la cama, sacaron la ropa de la cama. Después todo un desorden, el baño lleno de agua porque hicieron una lucha de agua en la tina. Bueno, tienen 3 y 8 años. Es normal. Pero mi vida ahora no es normal. Cada día hay más trabajo. Yo tengo que actuar como una pequeña gigante todos los días. Como esta pequeña gigante, esta muñeca gigantesca de madera que vi en mi primer verano en Chile en el festival de Santiago a Mil en Enero 2010, a pocos días de haber aterrizado a Chile desde Austria.
Llegamos a otro nivel de la pandemia, del jabón al cajón. Tampoco hay jabón para todos, y menos agua. La sequía es saqueo. A lo mejor, para los más pobres hay una bolsa sellada o un cajón de cartón como una empresa chilena intentó implementarlo en el mercado [Enríquez, 2020]. No hay límites. La muerte se vende según el estrato social. Solo unos pocos elegidos tienen un ataúd sellado con vidrio que se abre con magia presidencial [Pacheco, 2020]. El resto sigue privado de lo más humano, despedirse dignamente de sus familiares lo que llevó a Giorgio Agamben a preguntarse cómo es posible que “[…] hemos podido aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía precisar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino —algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy— que sus cadáveres fueran quemados sin un funeral” [Agamben, 2020].
CONTRA LA MUERTE
[…]
¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?
Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
Pensando que me faltan unos diez o veinte años para irme
de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo.
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.
[…]
(Gonzalo Rojas, Antología de Aire, 1991: 54)
Miércoles, 3 de Junio de 2020:
Cada vez más muertos. Ahora viene el invierno. Todo cada vez más duro. El lunes pasado mataron a George Floyd en Estados Unidos. I can’t breathe. Ayer era black Tuesday. Cada día me levanto más tarde. Me veo más vieja. Todo cuesta más. Viene el invierno, hace frio. Viene dura la cosa. Ollas comunes, ollas comunes.
¿Qué más se puede decir? ¿Para qué y para quién escribo? Escribo para respirar un poco mejor, esa es la verdad, nada más. Hay que escribir hasta el último momento. Y defender eso sobre todas las cosas, sabiendo siempre que nos hundimos igual. No podemos borrar nada con la escritura y tampoco escribir el desastre. El desastre se escribe solo (Blanchot, 2015/1980). El único efecto que tiene la escritura del desastre es que es un calmante gratis y te ahorras otra hora con el psiquiatra. Algo queda en el papel y te lo puedes llevar a tu propia tumba, tu última propiedad en esta vida de utilidades y endeudamientos desastrosos.
“Miserias nuestras inscritas en una pantalla. Miserias nuestras convertidas en un discurso explicativo, totalizador. ¿Vamos a definir a la Catástrofe, haremos una “teoría” en torno a ella? Los filósofos en competencia por quién saca el primer libro en torno a esta catástrofe. (¿Quién ganó? –ni idea). Acá todos escribiendo columnas, algunos diariamente. Compiten por ser leídos. ¿Y tú? ¿Por qué escribes, para quién? Para nadie se escribe cuando se escribe en medio de una catástrofe. No es necesario escribir en torno a la Catástrofe, pues ella es la escritura misma. Ella es el tajo absoluto que define el movimiento originario de toda inscripción. Blanchot.” [Vera, 2020].
Cada vez con más problemas de salud mental.
La locura se escribe: Aula virtual intubada
Jueves, 2 de Julio de 2020:
#colapso #aula virtual intubada #género # carne quemada
D- Day. Hoy finalmente colapsé. Escribo en retrospectiva pues por varios días estuve “knocked out” pero me acuerdo de cada momento. Al despertar en la mañana ya sentía un cierto pánico y la respiración pesada tal como los días anteriores. La mañana paso ayudando a mi hijo mayor a conectarse con su videoconferencia para el colegio, le ayudo con sus tareas. El pequeño quiere su segunda colación y quiere ver tele en mi celular. Una reunión por zoom con dos colegas de Santiago para planificar un webinar en el cuál participaré sobre género, investigación y productividad académica en tiempos de pandemia. Nuestro tema de carne. Las colegas me cuentan de sus respectivos desastres domésticos, me disculpo por mi pelo sucio. Una fuma. Así preparamos nuestro webinar en el cual hablaremos sobre el género y el mundo académico durante la pandemia. Son muy buenas mis colegas y me encantan sus ideas y poder hacer algo juntas. Eso de vivir la pandemia y también poder trabajar conscientemente sobre el tema de género y la universidad empodera. Pero el empoderamiento no logra tapar las fisuras en mi cuerpo y en mi mente. Estoy quebrada.
No me acuerdo bien qué gota hizo rebalsar el vaso. Mi cabeza pesada. A las 12 llamo bajo lágrimas a un ser muy querido. Me dice que tengo que parar inmediatamente, cancelar la clase, avisar a la universidad y pedir licencia médica. Tiene toda la razón. Casi no puedo más. Sin embargo, decido hacer la clase en la tarde. Es mi curso sobre etnografía durante la pandemia. La contradicción en sí porque no quiero dejar solos a mis estudiantes y están en un momento crítico en su trabajo auto-etnográfico. Después del almuerzo empieza la clase, digo que hoy no me siento muy bien y parto hablando de la triangulación y de la entrevista cualitativa que deben incluir en sus auto-etnografías. Hacer la clase me anima pero el cansancio es muy notable. Me disculpo por no haber terminado las correcciones de su primera entrega. Dejé al pequeño con dulces y con celular antes pero llega cada diez minutos y pide más. Varias interrupciones. Casi pierdo los nervios. No es fácil tener que levantarse a cada rato y después retomar el hilo, los 45 estudiantes allí en la pantalla. Pero la avalancha avanza. Entra mi hijo mayor llorando porque el pequeño acaba de destruir su obra de cerámica, su primera escultura, una joya de obra para un niño de ocho años. No hay ni modo de existir, y menos de hacer clases. No sé cómo pero termino la clase bien y un estudiante cuyos familiares estaban enfermos y que está atrasado con su entrega, me pide una reunión. No le quiero dejar solo, menos a él. Inmediatamente después de la clase me junto con él en línea, para dejar todo despejado, pienso. Le doy consejos cómo podría escribir su auto-etnografía sin exponerse demasiado en lo emocional. Su abuelo falleció por covid-19 y su abuela y padre estaban en el hospital. Termino la reunión y las lágrimas me corren otra vez por la cara.
Doy aviso a mis seres más queridos y a la universidad y entre todos me ayudan con números de teléfono de médicos. No es fácil obtener una licencia médica en plena cuarentena total. Por video hablo con un psiquiatra top. Agotamiento mental y físico. Él entiende mi lucha intelectual, escribiendo contra y para la universidad, haciendo el desastre visible desde adentro, haciendo mis movidas micro-políticas junto a varias colegas para que en algún momento haya algo de medidas de género durante la pandemia en la universidad. El diagnóstico es que todo eso llegará tarde para mí pues me dará un infarto antes. Por eso tengo que parar. En realidad yo me tengo que parar. Porque soy una puta máquina.
Lunes, 6 de Julio 2020:
# oficialmente loca # semana 3 de cuarentena total # semana 17 de cuarentena.
“Con fecha de hoy estoy oficialmente enferma. Un alivio. Ya no tengo que jugar á la Charlie Chaplin y andar en cinco maquinas a la vez. Esta imagen de Chaplin en “Modern Times” adentro de la rueda incluye – pensada para hoy – la posición perfecta del yoga, la mujer sufriente que ni cuando se le rompen los senos y huesos, quiere perder la postura y la elegancia. Esta soy yo.
Primera cosa que veo en línea esta mañana es un artículo en el periódico sobre la locura en tiempos de pandemia [Silva, 2020]. Estamos todos locos. Qué bueno que a partir de hoy ya tengo permiso de serlo. La escritura es mi salvación. Escribir, escribir, escribir. Pero no en función de. No escribo ni para postular, no escribo correos, no me comunico con la gente, para organizar la huevada, para enviar la cuestión, nada. Todo apagado. Escribo porque las palabras me protegen y me alimentan. Por fin me gané mi nicho de existir. Y no voy a ceder este espacio mío. La creatividad, mi última acompañante fiel.
Al recibir mi aviso automático en el correo de que “estoy fuera de oficina por licencia médica”, la gente empieza a enviarme mensajes por whatsapp. Capaz que tiene covid-19 la loca, madre soltera de dos pequeños, pobrecita. Está bien la máquina, señoras y señores, solo un poco agotada. Gracias por la preocupación. Solo un pequeño daño cerebral y hay que intubarla ahora. La conectamos y vamos a transmitir en vivo, su webinar del aula virtual intubado. Mientras tanto ella sigue en la rueda hámster de colegio, jardín infantil, la organización familiar, madre, nana. La señora casi se siente como si estuviera de vacaciones, qué tal? Tiene un problema grave con su auto-disciplina y la auto-explotación, sacándose el jugo hasta el final. Con la optimización del cuerpo durante catástrofe para aguantar mejor el estrés, sigue con deporte en línea tres veces en la semana. La optimización de la catástrofe. ¿Cómo minimizar el daño cuando es un daño colateral? Ponerse el maquillaje y pintarse las uñas cuando próximamente los gusanos se ponen a trabajar en tu lindo cuerpo. Al menos quiero ser un cadáver bello.
Soy una privilegiada de mierda. Yo puedo estar en cuarentena total. Me daña la mente, me agota con los niños y colapso por la sobrecarga de trabajo. Pero puedo estar con licencia médica y no corro riesgo de perder mi trabajo.
La catástrofe se escribe sola, con la locura actuando como perpetuum mobile. Es la única que logra sobrevivir la cuarentena, sin necesidad de esperar una caja de alimentos que nunca llega. Nutriéndose con el miedo colectivo, la locura es cada vez más fuerte y muestra sus músculos. Es el nuevo Leviatán del cual nadie quiere hablar.
Cada día veo más gente en redes sociales volviéndose loca por la cuarentena total y los efectos del encierro. Amigos cuentan de otros amigos que están mal y de otros que van de mal a peor. Tengo que llamar a mi mamá, está muy depre, mi amiga anda mal, un burnout. El covid-19 mental. Es un disco que no quieres comprar, ni en la feria de pulgas. Yo ya caí, nada que hacer. Veo a Erving Goffman cruzando la calle, con su libro Los internados en la mano. Los locos de un asilo cerca de mi casa le saludan desde la ventana. “Erving, hola!”, yo también le grito con entusiasmo. El loco ya no me escucha y desaparece en la neblina, volviendo hacia 1961 cuando publicó su libro fulminante que revolucionó el mundo de las ciencias sociales y de la psiquiatría. Chao Erving, que te vaya bien!
A partir de sus apuntes y observaciones íntimas sobre la clínica psiquiátrica, el sociólogo Erving Goffman hace un profundo análisis de las instituciones que gobiernan y promueven la locura (Goffman, 1994/1961). Una vez adentro de la institución, es muy difícil para los internados salir del status de “loco.” Goffman habla de “instituciones totales” donde cada aspecto de la vida de los internados es dictado y controlado, incluyendo a hospitales psiquiátricos, cárceles, internados, barcos y monasterios. El libro de Goffman humaniza a uno de los grupos más demonizados de la sociedad.
En tiempos de pandemia y largos periodos de cuarentena debemos agregar la casa – el lugar más íntimo –al listado de las instituciones totales. Cada paso en lo doméstico es dictado a través de pantallas. El control se ejerce indirectamente con alarmas de celulares y recordatorios en la computadora que suenan para optimizar el performance. Debemos seguir una rutina. Es sano para todos levantarse a cierta hora, desayunar todos juntos, idealmente hacer deporte antes. Después encender la computadora, ya empieza la videoconferencia del hijo mayor. No lleguen atrasados, conéctense a tiempo. No se olviden de la colación sana. Su zoom de la mañana, reunión de la Escuela de Sociología, una defensa de tesis de pregrado. Entre medio hay que apagar la cámara y el micrófono porque suena la alarma de maquina 2 -hambre continua se llama– y se prepara el almuerzo saludable con anticipación para evitar el colapso del subsistema familiar. Así sigue el día. Corregir un informe, llenar una encuesta. Ah, y subir las tareas del colegio a classroom y no enviarlas por correo electrónico por favor. Importante mantener la higiene de la casa. Ordenar el escritorio todos los días. Y date tu tiempo para esta limpieza mental todos los días, solo 8 minutos. ¿Salir? Solo dos veces por semana y con permiso policial. Por algo se llama cárcel y no casa.
Las cuarentenas totales son el punto extremo y el análogo máximo al hospital clínico de Goffman. El mandato del #quédate en casa, las cuarentenas totales y el estado de catástrofe con toques de queda entre las 22 hrs hasta las 5 hrs desde el 23 de Marzo de 2020 marcan la cancha de esta cárcel doméstica. Quienes tienen plata lo pasan bastante mejor que los pobres. Pero te vuelves loco sí o sí. El gobierno normaliza y justifica las cuarentenas totales, jugando con el miedo de la gente (Febbro, 2010). El miedo es la nueva normalidad. Para los más precarizados, el no poder abastecerse y vivir en hogares helados y hacinados es una pena mortal.
La mezcla fatal para las mujeres es la sobrecarga de trabajo pagado y no-remunerado, enfrentando además violencia doméstica en sus camas y mesas. La violencia doméstica no conoce clase social pero queda invisible en las historias del Facebook de las clases más acomodadas, donde rigen las influencers para mantenerse fit y donde circulan consejos sobre cómo hacer manualidades creativas con los niños mientras preparas un rico postre para el huevón que hace su teletrabajo encerrado solo en una pieza porque no aguanta el estrés con los niños. Las mujeres que han aguantado por tantos meses, ahora se caen una por una. Las jefas únicas de hogar primero.
A través de las pantallas zoom de colegios y del tele-trabajo se instala el asilo vía control remoto en lo que una vez era tu refugio personal. Lejos son los días en los cuales se cerraban las cortinas para dejar fuera a la oscuridad. Solo las ajustamos para que el sol débil del invierno no distorsione la imagen nuestra que se proyecta en la reunión virtual. Como somos trabajadores responsables, no podemos apagar la cámara durante la reunión y la luz sigue ardiendo como una fogata constante día y noche. Después del trabajo siguen los Instagram y Facebook-live de pseudointelectuales y artistas vendiendo cualquier mercadería mientras nosotras preparamos la cena. Las pantallas del teletrabajo representan el control hacia dentro y fuera, un control ya internalizado por nosotros. Las pantallas nos cansan pero es la nueva normalidad (Debord, 2012). Solo hay que creerlo. A los colegas les mandamos saludos de ánimo. Cuídense. La grabación termina y la tengo que subir a YouTube y después dejar el link en el aula virtual. Allí está todo registrado, incluso las interrupciones por mis hijos. Soy como Big Brother pero nunca quise ser parte del show.
Igualmente encerrados en su cárcel doméstica están quienes no tienen ni trabajo y tampoco tele, y menos tele-trabajo. Ni señal les llega. Difícil así obtener un permiso de salida a través de la comisaría virtual. Pero el estómago manda, los niños quieren tomar su leche y lloran. Se abren las puertas a las cuales no llega ningún delivery, en búsqueda de algo que alimenta. Olla común.
¿Y dónde quedo yo? ¿Estoy loca after all? Anoche vi luces parpadeantes en la cortina de mi pieza. Tuve que taparme un ojo para verificar que no entran luces a mi pieza desde fuera. Quizás no debo haber tomado esta media copa de vino blanco. Mejor consumir más Erving Goffman quien explica tan bien todo lo que me está pasando.
«Aquí quiero enfatizar que la percepción de perder la cabeza se basa en estereotipos culturalmente arraigados y socialmente arraigados en cuanto a la importancia de los síntomas, como escuchar voces, perder la orientación temporal y espacial, y sentir que uno está siendo seguido, y que muchos del más espectacular y convincente de estos síntomas en algunos casos significa psiquiátricamente un simple trastorno emocional temporal en una situación estresante, por aterradora que sea para la persona en ese momento. Del mismo modo, la ansiedad resultante de esta percepción de uno mismo, y las estrategias diseñadas para reducir esta ansiedad, no son producto de una psicología anormal, sino que serían exhibidas por cualquier persona socializada en nuestra cultura que se concibiera a sí mismo como alguien que pierde la razón « (Goffman, 1994/1961: 28).
Decisión tomada: me voy a comprar cortinas más oscuras para que no entre ni un rayo de luz rara a mi pieza, ni desde fuera y tampoco desde las pantallas. Es el afuera que proyecta su locura en mí. Con los días logro salir un poco de la locura de la máquina de explotación que me exprime como un limón. Ya me escribo sola, como un perpetuum mobile. Escribir es mi calmante número uno. Algo de locura queda en el desastre, con o sin diagnóstico.
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[1]Contacto: Elisabeth Simbürger – elisabeth.simbuerger@uv.cl
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