Fragmentos de pandemia
Adolfo Vera
Universidad de Valparaíso
La Catástrofe es catástrofe ante todo de algo que no está en mí. Algo afuera estalla, algo absolutamente lejos de mí pero que sin embargo me atrapa y envuelve, y me arrastra en su delirio de destrucción. Me destruye, pero viene de afuera. No hay catástrofe “interior”. En ese sentido, toda catástrofe es un tipo (podrido) de absoluto.
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La catástrofe psíquica, la locura, o las visiones, que un Rimbaud podía alcanzar –como antes que él Swedenborg- no tiene nada que ver con el “interior”. Es el “exterior” (el absoluto) estallando dentro –en un dentro que es puro afuera – de uno. Es el desgarro de la realidad desgarrando (también) nuestro corazón.
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Relación (no dialéctica) entre ruina y catástrofe. La ruina es la representación de la imposibilidad (ya) de la totalidad.
Te levantas una mañana y el mundo está arruinado –ya no representa (ya no) la totalidad.
La Catástrofe es el desgarro (definitivo, final) de la representación, la que tiende siempre a la totalidad (por metáfora, metonimia o alegoría).
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La Catástrofe es el absoluto colándose en nuestra interioridad, anulándola, haciéndola estallar. Cuando la Catástrofe toca al yo —este desaparece.
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La Catástrofe es destrucción, por cierto. Pero ella llega a destruir la destrucción. Podría definirse así: es la destrucción de la destrucción. Es por esto que la catástrofe es, ante todo, escritura.
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La Catástrofe suspende la historia, abriéndola a la otredad mesiánica. Es el fin que inicia al “resto” que es la materia del tiempo post-histórico. En ese “resto” los acontecimientos son como los fragmentos circulantes después del “estallido” que significa el Acontecimiento.
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La Catástrofe cansa, es una manera en que el cansancio hace estallar al tiempo: social, viral, natural, el cansancio se manifiesta entonces como un contenido central de toda potencia de destrucción. El cansancio nunca es humano: es la potencia inhumana que constituye a toda catástrofe.
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El tiempo, esa pandemia.
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El silencio, el modo de “encadenar” (el significado) más propio al “estado histórico” de la Catástrofe. Pero todos vociferan. Tú deberías callarte. Pero no puedes.
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Puedes salir. Por ejemplo, al supermercado. Salir a las calles, cruzarte con personas que te miran desconfiadas, evitando tu mirada (pues tú no andas con mascarilla). Hay pocas personas en las calles, y todas intentan, de una u otra manera, con mayor o menor desesperación, agarrarse a algún jirón de normalidad, a algún resto de realidad. Es la realidad la que está en ruinas. Lo ha estado desde hace mucho, desde que los románticos se dieron cuenta que ya no habría más acceso posible a la unidad, a la totalidad. Pero ante todo desde que la mercancía se apoderó del modo en que lo real es transformado por la tecnología. Y tú puedes seguir yendo, por ejemplo, al supermercado.
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Encerrado, te concentras en los objetos que te rodean: libros, adornos, una piedra recogida en la playa La Boca, un zapato de bebé transformado en escombro por el mar y la sal, y que tú encontraste hermoso cuando lo descubriste semi-enterrado en la arena, y por eso te lo trajiste. Pero hay tantos objetos: almohadas, zapatos, cubrecamas, televisor, loza, papel mural, vidrios, techo, cemento. Afuera el cielo se está incendiando, amarillo. El cielo contagiado.
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Vociferan. Gritan, sumidos en el pánico, sus teorías, sus impresiones apocalípticas, mientras el cielo va progresivamente ennegreciéndose. Tú también vociferas. Históricamente, la gente enloquecía en medio de la peste. Defoe, en su Diario del año de la peste, enumera los casos de padres que asesinaban a sus hijos, madres enterrando vivos a sus bebés para ahuyentar el mal, abuelos quemando vivos a los nietos. Ese estado de locura en el que todo puede ser redefinido es el que interesaba a Artaud de la peste, pues según él el arte debía trastocarlo todo, destruirlo todo, desarmar todo, para reconfigurarlo.
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La Catástrofe está vacía, hueca, sin contenido –flatus vocis son los discursos que en torno a ella se enarbolan. Este, ante todo.
Detestas a aquellos que, en este contexto donde todo está quebrado, se permiten construir teorías, esbozar sistemas, imaginar “soluciones”; tú quisieras hacerles ver a todos ellos que el Acontecimiento es aquello que nos sobrepasa. Y la Catástrofe es la hermana gemela del Acontecimiento.
Los ves ahí, transmitiendo vía zoom, sus rostros la facies hippocratica de toda “comunidad”. Te repugnan. Pero tú también usas redes sociales, también (por probar que “existes”) formas parte de esa destrucción.
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Sale el sol todas las mañanas. Despiertas y la angustia se instala al encender el computador, y revisar las noticias, las redes sociales, el mail. Angustia por el exceso de exclamaciones, llantos, gritos, rabia y odio, desazón. Tú haces lo mismo, como sea. Somos mónadas intentando comunicar su desgarro por medios que lo único que hacen es higienizar el dolor, sanitizar la angustia, como ahora se sanitizan las calles, edificios, almas. Ya no se ven, como en esas fotografías del Ghetto de Varsovia, esos cuerpos convertidos en jirones de carne arrastrando sus lamentos por las calles en blanco y negro. No hay mater lacrimorum. Peste sin dramatización. Sí las hay: tú no las ves, encerrado doblemente en tu casa y en las redes sociales –una caja contiene a la otra, y así hasta el infinito. Sí las hay. ¿No las has visto, los niños en los brazos, el sol en las cabezas, gritando porque no tienen qué comer, y el gobierno (la pandemia), los obliga a encerrarse, sin poder entonces salir a ganarse el pan? Las viste sin verlas, pues no estabas ahí (nunca estuviste, nunca estarás ahí). ¿Tan grande es nuestra soledad, que vemos sin ver, a través de una pantalla? ¿Tan grande e ignominiosa es nuestra soledad, que el llanto de una madre por el hambre de su hijo sólo podemos verlo a través de una pantalla? Ignominia de la imagen, vergüenza de la imagen, atrapada en el “espectáculo integral” (Debord). ¿Qué es lo que puede una imagen?, se preguntan, todavía, los “teóricos”. “Nadie sabe lo que puede una imagen”, dicen algunos, con los consabidos malabarismos discursivos. Miseria de la teoría. Habría que partir reconociendo que todos quienes nos dedicamos a la teoría somos unos pequeño-burgueses con vidas signadas por el “éxito” profesional, las becas, los viajes, los restoranes, los fondos concursables. ¿Todos? Bueno, yo. Miseria de la “carrera” académica.
Miserias nuestras inscritas en una pantalla. Miserias nuestras convertidas en un discurso explicativo, totalizador. ¿Vamos a definir a la Catástrofe, haremos una “teoría” en torno a ella? Los filósofos en competencia por quién saca el primer libro en torno a esta catástrofe. (¿Quién ganó? –ni idea). Acá todos escribiendo columnas, algunos diariamente. Compiten por ser leídos. ¿Y tú? ¿Por qué escribes, para quién? Para nadie se escribe cuando se escribe en medio de una catástrofe. No es necesario escribir en torno a la Catástrofe, pues ella es la escritura misma. Ella es el tajo absoluto que define el movimiento originario de toda inscripción. Blanchot.
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Te miras al espejo. Has envejecido. ¿3, 4, 6, 10, mil años? La vejez no se mide en años cuando uno está sometido a la Catástrofe. Se mide en eternidad. Miras tu cara. ¿De quién es esa cara? ¿De quién?
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¿Puede inscribirse una catástrofe sobre las pantallas? Aunque la respuesta fuese negativa, cabe igualmente preguntarse: ¿cuáles son las consecuencias de este intento frustrado? Las consecuencias, por ejemplo, para el aparato psíquico.
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Trabajas en una Universidad. La orden (en todas las del mundo) es: ¡teletrabajo! La máquina no puede parar. Es el miedo lo que mueve a la máquina. Es la máquina de la inscripción de la ley en el cuerpo descrita por Kafka. Pero hoy esa inscripción se hace sin dolor físico, sin contacto, sin tocar: la superficie de inscripción hoy es inmaterial, digital, numérica, fruto de la pura calculabilidad de lo real. ¿Pero y los ojos de los jóvenes extirpados por los balines policiales? ¿Los cuerpos violados, torturados, masacrados, desaparecidos, hoy y ayer, en todas partes del mundo? Todo se diluye en el mar de la inmaterialidad, en el océano de la calculabilidad digital. Pero los cuerpos sufren. Encerrados, condenados a estar frente a las pantallas, sólo nos llegan sus ecos espectrales.
Obligación: destituir a la máquina, interrumpirla, sacarla de sus goznes.
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La máquina (los medios) cumplen ante todo la función de triturar al Acontecimiento. La máquina come tiempo y caga espectros. Cientos, miles de páginas circulando (siempre en los tentáculos –sus redes- de la máquina), intentando capturar la captura del Acontecimiento. Todos queremos comprender. Es normal. Pero el discurso (biopolítico, aceleracionista, apocalíptico) forma parte de la máquina –académica y digital, es decir, aquel de la “universidad del desastre” (Virilio). Todos quieren escribir, todos quieren hablar, todos quieren “aparecer”. ¿Cómo no?
Mientras tanto, allá afuera (en un afuera absoluto que consume como un hoyo negro todo adentro, toda interioridad) los muertos se acumulan.
Los muertos se acumulan.
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