El pensamiento de Derrida nos arma contra la seducción de lo peor
François Armanet entrevista a Marc Crépon[1]
Traducción de Javier Agüero Águila[2]
F.A: ¿Por qué una filosofía de ayer puede hablarnos del hoy? ¿qué es lo que la filosofía de Jacques Derrida, particularmente compleja, puede esclarecer?
M.C: No es cierto que los filósofos viven atrincherados en la torre de marfil de sus pensamientos, protegidos de la miseria del mundo y de la maldad de los hombres, extraños a las injusticias que fracturan ese mismo mundo. Desde el momento en que la práctica de la filosofía no es separable de un examen crítico de los discursos, de las imágenes, de los actos y de los juicios, los filósofos son los contemporáneos de acontecimientos que reclaman su intervención: una mirada, un análisis, una inyunción. Sus “luces”, en este punto, nos son necesarias ya que, como herederos de sus pensamientos estamos, después que desaparecen, tentados a paliar su ausencia haciéndolos hablar. Quisiéramos entablar con ellos un diálogo de ultratumba, dirigiéndoles de la boca para afuera estas preguntas a la que nos sabemos responder: “¿Qué es lo que nos ocurre?”, “¿qué es lo que nos espera?”, “¿qué debemos y podemos hacer?”, “¿a quién acudir?”. Los llamamos para pedirles que nos ayuden a “iluminarnos” cuando todo nos confunde y desorienta. Así es con el pensamiento de Jacques Derrida, en el cual “las cuestiones de responsabilidad” –que lo mantuvieron ocupado los últimos veinte años de su vida–, tejen la trama de nuestra pertenencia al mundo, por ejemplo: la preocupación por los vivos y por los muertos, su acogida incondicional, el duelo, el perdón, la reconciliación en sociedades gangrenadas por la memoria de crímenes imperdonables –que encontramos en todas partes del planeta, la promesa de las democracias y de las instituciones internacionales, así como la amenaza del fracaso que pesa sobre ellas.
¿Cómo atravesar una prueba tal como la pandemia?
Paradojalmente, el riesgo sería el de obligarnos a salir de la pandemia de manera forzada, de querer, en alguna medida, volver brutalmente al “mundo de antes”. Si la pandemia fue una “prueba”, no lo fue solamente porque restringió nuestras libertades y fragilizó las relaciones que nos unían a unos con otros. Es también y quizás, sobre todo, que la pandemia nos habrá confrontado, de manera directa o indirecta, a la repetición cotidiana de una experiencia de la muerte que no puede borrarse sin dejar huellas en la medida que las restricciones desaparecen. El riesgo, en otros términos, sería minimizar el trauma, imaginarse rápidamente que pasamos la llamada prueba y que lo mejor es dar vuelta la página. Cuando hayamos finalmente terminado de contar los muertos, será preciso preguntarnos lo que les debemos. El duelo, señalaba Derrida comentando un verso de Paul Celan, es la “ética misma”: “El mundo ha partido, yo debo cargarte”[3]. Individualmente, la memoria de las víctimas de la pandemia, cada una insustituible e irremplazable, despierta nuestra responsabilidad. La memoria demandará, por mucho tiempo, que los vivos acuerden un cuidado, un socorro, una preocupación particular por los otros vivos: a aquellos que habrán soportado, estos dos últimos años, la pérdida de un pariente, de un amigo, de un cercano, sin siquiera poder acompañarlo… Sin embargo, esta memoria compromete, también, política y colectivamente. Y lo que nosotros le debemos a los muertos tanto como a los vivos, es no desertar a la pregunta: “¿podría ser diferente la próxima vez?”, “¿qué sería necesario cambiar del sistema de salud para que esté mejor armado, mejor preparado para afrontar una catástrofe sanitaria de esta magnitud?”. A la luz de la pandemia hemos aprendido, de ahora en adelante –habría dicho Derrida que no deja de llamar a una deconstrucción de la soberanía–, que estas preguntas no podrían ser instaladas a escala de los estados-nación soberanos, celosos de su sistema de protección. Porque la pandemia, que no conoce fronteras, nos recuerda nuestra pertenencia a un mundo cuyas divisiones son siempre relativas y el haberla experimentado llama a una mayor justicia internacional y a una reforma de sus instituciones, de las cuales resulta poco decir que, de cara a la pandemia, han revelado su fracaso.
¿Cómo vivir en la permanente incertidumbre?
No son las incertidumbres las que combate la filosofía, sino las falsas “certezas”; aquellas que están tan profundamente ancladas en los corazones y en los espíritus, en el lenguaje y en las categorías de pensamiento que utilizamos y que olvidamos cuestionarlas. Somos prisioneros de las maneras de decir y de hacer que están desde hace mucho tiempo sedimentadas en la lengua. También cada una de las pruebas que atravesamos, comenzando por la de la violencia de las crisis políticas, climáticas, sanitarias, de seguridad y que nos dan la impresión de esta “incertidumbre permanente”, se traducen en un fracaso del lenguaje. Nosotros hablamos y escuchamos hablar con palabras que no son las nuestras, aunque lo que sucede, es decir la irrupción de una situación inédita, exigiría de nosotros la conciencia de su inadecuación. Si algo nos habrá enseñado Derrida, es que no existe ejercicio de la filosofía que no comience con la inquietud de su herencia imposible y necesaria. He aquí por qué hay dos maneras de entender y vivir la incertidumbre. La primera deplora con nostalgia la pérdida de las “certezas” del mundo de antes; se alarma y quisiera reencontrar estas mismas “certezas”, para que nada cambie las ilusiones en las que se soportaban. En nuestros tiempos, las certidumbres se aferran a la esperanza vana de que el mundo de antes podría volver, por injusto e imperfecto que haya sido, por más ilusoria que fuera la seguridad que creíamos encontrar en su confort. En cuanto a la segunda manera de vivir la incertidumbre, se la entiende como una oportunidad para imaginar el mundo de después. La incertidumbre nos incita a encontrar las palabras para poder decirlo. Ella queda disponible para pensar lo que podría venir: “el futuro”, comenzando por una democracia que sea digna de ese nombre. De igual forma, el pensamiento de Derrida nos arma contra la seducción terrible de otros pensamientos cuyos efectos buscan, por el contrario, confiscar el futuro, sustituyendo a la fecundidad de la incertidumbre por falsas certezas. Así es que teorías como las de Francis Fukuyama predecían, por todo el mundo, hace unas cuantas décadas, el acontecimiento arrogante y dominador de un modelo de democracia seguro de sí mismo; igual pasa con la colapsología y otras visiones catastrofistas de la historia que se empecinan, hoy en día, en predecir un ineluctable fin del mundo…
¿Hay que decidirse a limitar la propia libertad individual para tener seguridad?
Las democracias se distinguen en que ellas garantizan derechos y libertades fundamentales que, se supone, protegen de la arbitrariedad que caracteriza a otros regímenes. La frontera es porosa, y no hay democracia que no cruce, por cierto, la línea roja, con formas de vigilancia y control, restricciones y prácticas policiales que debilitan estos derechos y estas libertades. Las crisis de seguridad (la amenaza terrorista) o sanitaria (la pandemia), desde el momento en que se traducen en la instalación de estados de urgencia, duraderos e indefinidamente repetibles, hacen que las democracias corran el riesgo de hacer de este “atravesar la línea roja”, un sistema de gobierno quasi permanente, excesivamente vertical, en el que lo arbitrario conlleva el riesgo de reproducirse. Es entonces, en efecto, que los ciudadanos, pero también sus representantes, elegidos en el Parlamento, se ven desposeídos de lo que debería, sin embargo, ser el criterio distintivo de la democracia: su protección contra los abusos de poder. Y esto sobre todo porque la instauración del “estado de excepción”, como se traducen los “estados de urgencia”, tiene siempre por efecto dar mayor margen de maniobra a los aparatos represivos del Estado, multiplicar los riesgos de abuso, así como la tolerancia de las autoridades por su “deriva”. Entonces no debemos contarnos cuentos. Lo que resulta es siempre la misma cosa: una posible justificación de la violencia estatal, de tal manera que las democracias parecen no saber protegerse de lo que perciben como amenaza y que destruiría su propio sistema de protección contra esta misma violencia. Derrida tiene un término que toma prestado de la biología para describir este proceso: la auto-inmunidad. No hay duda que, en nuestros tiempos, Derrida nos habría hecho conscientes de los riesgos considerables que representa la aceleración de este proceso, sobre todo el primero, nuestro acostumbramiento: último avatar, sí lo es, de una “servidumbre voluntaria” que no dice su nombre.
¿Hay que desear el mundo tal como era o cambiarlo radicalmente?
Querer encontrar el mundo de antes sería olvidar la manera en que la pandemia fue un poderoso revelador de, al menos, dos cosas: en principio, el callejón sin salida de las lógicas soberanistas que se enfrentan a un fenómeno que, como el calentamiento climático, supone su superación; después, el efecto destructor de las desigualdades que fracturan el mundo. ¿Cuánto tiempo será necesario todavía para comprender que, en relación a estos fenómenos, no hay otra política posible que una “cosmopolítica” y que quizás, incluso, por utilizar una palabra que no pertenece a Derrida, pero que sin embargo toma nota de su ética de la responsabilidad, una “éti-cosmopolítica”? Lo anterior supone, al menos, la deconstrucción de la soberanía, cuya forma concreta no sabría manifestarse más que en una reforma de las instituciones internacionales. ¿Cuál reforma? Aquella que les daría finalmente un poder de coerción; como la obligación dirigida a los estados ricos de ayudar a los estados pobres; igualmente, una reforma que les garantizaría la capacidad (es decir los medios) de hacer justicia. Ahora bien, esta capacidad no tiene ningún sentido si no apunta a corregir la injusticia. En tiempos de pandemia, no es difícil ver la forma en que este poder debería traducirse; ejercerlo significaría, entre otras cosas, darse los medios para igualar el acceso a los cuidados, comenzando por una distribución justa de las vacunas. No obstante, esta reforma consistiría, del mismo modo, en imponer medidas de protección comunes a todos. La paradoja, vivida estos últimos meses, es la siguiente: al mismo tiempo que los estados eran “lobos solitarios”[4], cada uno podía (habría podido al menos) experimentar en su fuero interior, de manera muy concreta, lo que “pertenecer al mundo” significaba. Desde el momento en que la explosión de la pandemia al interior de un Estado (partiendo por China, Brasil, India) tenía amplias repercusiones más allá de sus fronteras, la indiferencia dejó de estar de moda. La pandemia era condenada desde un punto de vista ético, pero del mismo modo desprovista de todo sentido político, salvo por algunos políticos irresponsables… Era claro entonces que todo repliegue sobre sí constituía un fracaso de la responsabilidad, sino un “consentimiento asesino”[5].
¿La época nos vuelve locos?
Lo que está loco, es no medir la locura de la época, los desajustesdel mundo, el mundo fuera de sus casillas, el que Derrida ya describía en Espectros de Marx, y de hacer como si nada fuera intolerable, acostumbrarse a todo, a las injusticias, la miseria. ¿Quién está más loco? ¿El que no quiere ver nada, que no siente venir nada, que no se alarma ni se inquieta por nada, o aquel que sabe que lo peor es siempre posible, que la violencia acecha en la sombra…, mañana, quizás? La época no solamente nos vuelve locos, ella nos hace perder la brújula, nos ciega. Nosotros quisiéramos una democracia perfecta, acabada… y olvidamos dos cosas. Por una parte, que la democracia misma es perfectible y, por otra, más dramáticamente, que ella es reversible. Tenemos razón de soñar con una democracia más justa y de movilizarnos para denunciar las injusticias en las cuales ésta se siente cómoda a nivel político, económico, social, migratorio, alejada de nuestras esperanzas. Pero igualmente debemos proteger la poca democracia que nos queda, teniendo conciencia de que lo peor siempre es posible; lo peor del nacionalismo, del racismo, de la xenofobia, de las discriminaciones. Esta consciencia jamás fue abandonada por Derrida. No haremos votar a los muertos, pero es probable, en esta perspectiva y a diferencia de algunos otros, que él no habría dudado un segundo, confrontado al dilema que podría darse en la segunda vuelta de la próxima elección presidencial, en votar por Macron o abstenerse[6]. Derrida habría sabido que la diferencia está en aquello que puede seguir siendo posible para todos después de la elección. Y que esta diferencia no es, en ningún caso, mínima.
Marc Crépon. Director de Investigación en el Centro Nacional de Investigación de Francia (CNRS) y profesor de filosofía de la Escuela Normal Superior de París (ENS). Sus temáticas abordan la filosofía moral y política, centrándose particularmente en la cuestión de la violencia. Autor de numerosas obras, publicará el 2022 Le Désir de résister. Un esprit critique pour notre temps (Odile Jacob), Así como su seminario L’héritage des langues (Fayard) que trata extensamente sobre el pensamiento de Jacques Derrida.
François Armanet. Doctor en sociología (Universidad París VIII), cineasta y periodista. Actualmente es Director del semanario francés L’Obs.
[1] Esta entrevista apareció el 30 de julio de 2021 en el semanario francés L’Obs. La Revista Latinoamericana del Colegio Internacional de Filosofía agradece a L’Obs la autorización para traducir y publicar este texto.
[2] Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
[3] Nota del traductor (Ndt): Celan, P. “Vasta bóveda encandecida”, en: Obras completas (3a. ed.). (J. Reina, Trad.) Madrid, Trotta, 2002, p. 251. En el texto ¿Cómo no temblar?, Derrida lleva adelante una muy fina lectura de este verso señalando que “[…] por una parte, en el hecho de que en el momento en el que ya no existe el mundo, o que el mundo pierde su fundamento, donde ya no hay suelo —en el terremoto ya no hay suelo ni fundamento que nos sostenga—, ahí donde ya no hay mundo ni suelo, debo cargarte, tengo la responsabilidad de cargarte porque ya no tenemos apoyo, ya no puedes pisar un suelo confiable y por lo tanto tengo la responsabilidad de cargarte (…) Cuando ya no hay mundo, soy responsable de ti”. J. Derrida, “¿Cómo no temblar?” (E. Cohen, Ed.), en: Acta poética, 30 (2), pp. 19-34.
[4] Ndt. La expresión francesa es “Cavalier seul”, la que puede traducirse como “lobo solitario”.
[5] Ndt. En referencia a su libro Le consentement meurtrier (Cerf, 2012).
[6] Ndt. Crépon se refiere a las elecciones presidenciales francesas fijadas para abril de 2022, en donde el actual presente Macron va por la reelección representando al partido “La República en Marcha” (La République en Marche, REM) enfrentándose, probablemente, a la líder de la extrema derecha Marine Le Pen del partido “Agrupación Nacional” (Rassemblement National, RN), llamado hasta el 2018 Frente Nacional (Front National).